Pudo haber ocurrido hace mucho tiempo, tanto como para que su rastro en todos estos objetos haya desaparecido ya. A pesar de las escasas evidencias, lo cierto es que todos, en alguna ocasión, hemos tenido una madre. La madre que dispone del espacio que yo y los otros compartimos en esta Pensión es la Patrona. Esta mujer ha sabido alentar en nosotros el mayor de los respetos. Una consideración lejos de la dependencia a la que obliga la satisfacción de las necesidades más elementales. Nuestro reconocimiento ha dejado de ser animal. En esta casa los inquilinos nos subordinamos atendiendo a esa lógica por la que, con el tiempo, toda gratitud termina por transformarse en sumisión, toda compañía en acatamiento e incondicional entrega. No ha pasado un solo día desde mi llegada a este lugar en que no haya deseado abandonarlo. Pero es sin duda difícil no dejarse querer, despreciar el abrazo, la hospitalidad taimada con que esta mujer ha sabido amenizar nuestros días. He conocido otras Pensiones gobernadas por otras tantas mujeres, pero ninguna se ha mostrado a lo largo de tantos años tan solicita, tan entregada como nuestra Patrona. Nadie, en todos los años que he permanecido aquí, ha aspirado nunca a un lugar más propicio. Todo reproduce en estos márgenes el mejor de los mundos posibles.

Una compleja y polisémica novela

 
Diario de León.
(Nicolás Miñambres)


La ya larga y variada carrera de Jon Obeso, a pesar de su juventud (nacido en San Sebastián, 1970, ha cultivado la prosa y la poesía, sin descuidar el análisis y estudio de diversos géneros)  explica la compleja y cuidada elaboración de Las edades del agua. Se trata de una novela al margen de lo convencional, de la que el lector no tiene referencia consistente alguna, salvo el comienzo de la obra, un fragmento reproducido de forma poco ortodoxa en la contraportada.
 En dicho fragmento se anticipan detalles que no deben crear falsas esperanzas en el lector, propenso tal vez a pensar que se halla ante una novela costumbrista, con un hospedaje convencional como escenario. Nada de ello ocurre en estas páginas. La Patrona de la Pensión es mucho más que esta primera semblanza. Convertida en “ojo que todo lo ve”, los alojados en el recinto respetan y admiran a esta mujer que, en su poder omnímodo, crea una extraña fascinación de afecto en todos ellos; con un extraño objetivo: “lograr la requerida deformación de nuestros cuerpos” (p.121). Dueña de extraños poderes herbolarios, la Patrona arrastra sin embargo una extraña condición genética, agravada por la muerte de su hermanada. Paralela a la condición peculiar de la Patrona surge la Pensión, un espacio visto desde una perspectiva prosopopéyica, en el que el agua tiene una importancia esencial: “El agua juega un papel determinante en la vida de la pensión. Todo el conjunto se estremece a un tiempo en estos meses torrenciales. Como un enorme cetáceo, que emergiera para colmar sus agotados pulmones, la pensión se abre de par en par para recibir cada partícula de agua” (p.18). Es ese cetáceo que tiene una extraña influencia en sus moradores: “Este cetáceo impaciente por cobrarse lo que la profundidad le resta, respira y crece al tiempo que envenena a todos aquellos que habitamos su vientre” (p.19).No hay apenas contacto con el mundo exterior, salvo la llegada de la correspondencia, que la Patrona reparte a fin de mes, y la aparición fugaz, pero diaria, de El Afuera, personaje irreal, etéreo, diverso cada día: “La presencia de El Afuera es  una constante que adopta a veces la forma de una amenaza” (p.60).
 Complementario de esta visión del espacio y sus moradores es la visión de El Cuaderno, título del capítulo segundo. El cuaderno, originariamente sólo “un libro contable”, acaba transformado “en lo que ahora es, un Cuaderno de bitácora, la memoria de todos los inquilinos que poblamos la casa” (p.66).  De entre esos inquilinos, de los que el narrador en primera persona deja constancia, sobresalen de forma especial el taxidermista y el Maestro Baucis, cazador consumado y enlace con el mundo exterior a la Pensión. Él es el que surte de bayas silvestres y maderas al narrador halladas en el Bosque, segundo espacio esencial en la obra. Frente a la interioridad de la Pensión, el Bosque es el espacio externo, que hay que cuidar con mimo. De ahí que “cuando el Bosque enferma -advierte el narrador- todos acudimos” (p.40). Este es el momento en que se inicia la Quema, actividad que da una extraña felicidad a los residentes, curándoles de todas sus enfermedades, situación que la Patrona no admite: “Cuando no caemos enfermos, todo en la Patrona se eclipsa, con esa luz pálida de los trabajos incompletos (...) En medio de esta certidumbre, el desconsuelo de quien tanto ama nos paraliza” (p.159). Es también el momento en el que  aparece el Ingeniero, personaje extraño en la pensión, que no está sometido a sus  reglas de convivencia. Es un ser distante, símbolo de la técnica y la ciencia: “Por ello puede afirmarse que el Ingeniero nunca fue engendrado en esta casa” (p.49). Con todo, sirve de enlace coyuntural entre la Pensión y ese Bosque al que hay que salvar. Más lejano se encuentra el tercer espacio de la novela, el Páramo, de gran simbolismo de lo que fue vida y no es sino muerte. Es un espacio desolado, de límites imprecisos (“no hay referencia visual de los límites del Páramo”), que avanza imparable. Un territorio que a muchos lectores hará pensar en la trilogía narrativa de Luis Mateo Díez.
 Todo este mundo alucinante, desolado, misterioso, tiene un final: la vuelta a la Pensión, finalizada la campaña arbórea. Llevada a cabo por el Ingeniero y por el Maestro Baucis, sólo retorna este último. Lo hace triunfador, provocando extraños temores en la Patrona, preocupada de no poder mantener la armonía proverbial e indiscutible de su casa. Sólo un temor tienen los residentes: que el Maestro Baucis sienta “nostalgia  de los trabajos realizados en el bosque”. Si ocurre, le ofrecerán el remedio que todos siguen: “abrir de par en par las puertas de los armarios para atender y vigilar esa vegetación primaria que en el fondo en la sombra crece” (p.168). Termina así una novela plena de simbolismo y sentido alegórico (como se observa de forma especial en el capítulo IV, “Tratado del oído interno”) con un peculiar tratamiento de la soledad del ser humano, tan inerme que es capaz de disfrutar de las exigencias irracionales que el poder impone y de las que sólo la naturaleza puede liberarle.