Pudo haber ocurrido hace mucho tiempo, tanto como para que su rastro en todos estos objetos haya desaparecido ya. A pesar de las escasas evidencias, lo cierto es que todos, en alguna ocasión, hemos tenido una madre. La madre que dispone del espacio que yo y los otros compartimos en esta Pensión es la Patrona. Esta mujer ha sabido alentar en nosotros el mayor de los respetos. Una consideración lejos de la dependencia a la que obliga la satisfacción de las necesidades más elementales. Nuestro reconocimiento ha dejado de ser animal. En esta casa los inquilinos nos subordinamos atendiendo a esa lógica por la que, con el tiempo, toda gratitud termina por transformarse en sumisión, toda compañía en acatamiento e incondicional entrega. No ha pasado un solo día desde mi llegada a este lugar en que no haya deseado abandonarlo. Pero es sin duda difícil no dejarse querer, despreciar el abrazo, la hospitalidad taimada con que esta mujer ha sabido amenizar nuestros días. He conocido otras Pensiones gobernadas por otras tantas mujeres, pero ninguna se ha mostrado a lo largo de tantos años tan solicita, tan entregada como nuestra Patrona. Nadie, en todos los años que he permanecido aquí, ha aspirado nunca a un lugar más propicio. Todo reproduce en estos márgenes el mejor de los mundos posibles.

Crónicas de la pensión eterna

  
(Santiago Aizarna)



De la perecedera felicidad del Paraíso parece que se nos diera escrita la noticia en crónica envolvente en el primero de los capítulos que aquí se ofrecen: una neovisión caleidoscópica absolutamente insólita de un edén en donde penan, gozan los allí depositados por el azar, compañeros de un proceso que nos fuera explicando de qué manera hasta en ese lugar de delicias que es el cielo puede alojarse el germen agridulce de la envidia, que ésa será la primera notación que nos asaltará ante la lectura de una serie de acaecimientos que el autor nos va contando de la vida en uno de los ámbitos más populares que existían en las viejas novelas escritas allá por los primeros años del pasado siglo. «Estar de patrona», era una de las situaciones más comunes en la vida española de aquel tiempo y, por lo tanto, de la temática de sus novelas, una vieja tradición que, a lo largo de la historia literaria nos pondría en contacto con notables pilares de esta evocación, yéndonos acaso al dómine Cabra de Quevedo, a la Casa de Troya de Lugín, a Los papeles del Dr. Angélico de Palacio Valdés, etc, etc, o hasta recalando en el Tiempo de Silencio de Luis Martín Santos para referirnos solamente a la novelística española, que si salimos de ella hacia la europea en general su abundancia nos hundiría. Pero nada de lo antedicho sirve para dar, ni siquiera una pálida idea, de lo que un novelista del aliento de Jon Obeso, nos puede ofrecer desde esa consideración de un ámbito cerrado y hasta en momentos estrangulador de una residencia supuestamente forzosa e imantada en donde la deidad solar, centro de toda sustancia y actividad, se ha mutado en femenina, la Patrona, eje de ese primer capítulo de una novela de trazos endógenos que se anillan indespegables, que van elaborando un hábitat de atmósfera especial que se cohonesta con cada vez mas transcendentes notaciones que se le van desprendiendo, ricas en simbología y semántica. ¿Será la envidia-se pregunta el lector, teniendo delante de sí la imagen del Maestro Baucis, el cazador averiado- esa necesaria herramienta de pecado- placer del Paraíso?... O, es que solamente estamos en el viejo Limbo, o en el Purgatorio donde nos puede acosar «la pena de daño» ya que enfebrece `la posibilidad de escuchar en boca de la Patrona nuestro nombre", y `el peor de los mundos posibles es el anonimato", que es como la daga del miedo que penetra en las carnes del bendito.
Falta espacio para ir contando, capítulo a capítulo, en la densidad, rica en sentidos y contrasentidos que se nos ofertan desde esta visión, original y perturbadora, distinta y gozosamente temible, de una casa de huéspedes que se nos aparece como anclada en lugares tan concretos como irreales y a través de una narración tan rica en sugerencias.

Jon Obeso y la "Novela Pánico"

 El invisible anillo. 5. Ilustrado por M. H. BELVER 
EL INVISIBLE ANILLO
(Alfredo Feliú Corcuera)



Las edades del agua, viaje alucinado a un mundo de pesadilla, sin principio ni fin.
Si bien es autor de algunos libros de poemas y sus relatos cortos han sido premiados en importantes concursos, el escritor Jon Obeso Ruiz de Gordoa (San Sebastián, 1970) ha dado a conocer ahora su primera novela, Las edades del agua (Madrid, 2007), finalista en el Premio Ciudad de Loeches, un libro que asombra y que es sin duda fruto de un parto doloroso. Un parto de alto precio, como el que se debe pagar siempre que uno se asoma demasiado a las cavernas y rincones de la mente, menos o peor iluminados, por las luces de la racionalidad, dentro de las que procuramos, y no siempre conseguimos, movernos cada día. Así hace Obeso, elevando a categoría existencial y rutinaria el absurdo de sus personajes –la Patrona, los inquilinos de su descomunal e insólita Pensión, el Maestro Baucius, los ingenieros, los poceros, las mucamas–, o proponiendo, como solución al caos de sus miserables y abrumadas vidas, el refugio, la huída en la neurosis.

Alegoría putrefacta y disolvente
Porque este mundo que Obeso tan magistralmente diseña es toda una cosmogonía putrefacta, donde el agua no juega ese papel nuclear y fundamental, que tiene como fuente y origen de la vida, sino otro disolvente, corrosivo, “agrumante”, que todo lo empapa, afloja y va descomponiendo poco a poco, casas, bosques, cuerpos y espíritus.
El agua, por así decirlo, es en realidad el verdadero gran protagonista de la novela, en cuanto actúa como fermento, menos generatriz que deletéreo, de un inmenso, infinito, avasallador y todopoderoso bosque sin límites conocidos, que todo lo rodea. El bosque avanza, corrompe, amenaza por todas partes, caótico, hipertélico, sobreabundante, asfixiante, henchido de neblinas y humedades tumefactas, que hay que intentar controlar, en una lucha de talas y replantaciones que jamás tendrá fin… 
El miedo, el pánico a este bosque monstruosamente absurdo y carroñero de sí mismo y de cuanto atrapa, que emponzoña y satura de humedades incontrolables cada hálito, cada bocanada de una atmósfera extenuante y casi irrespirable, invade la escena y sus personajes. ¡Qué extraordinaria galería! Sugestivos, originales, sofisticados, patológicos, grotescos, espléndidos. Esa Patrona de grandes glúteos asimétricos, que avanza describiendo curvas elípticas y parabólicas… Ella es la corpulenta reina de este laberíntico termitero humano que es la Pensión; esta misma Pensión en la que la humedad ambiente se coagula y traza sinuosos meandros y goteras por las paredes y escaleras; ese medio sordo y estólido Maestro Baucius, de sólo cuatro dedos, con también media cara pétrea e inmóvil y un sabor a pólvora y arcilla bajo la lengua que nunca le abandona; esos inquilinos que huyen de sus frustradas vidas en la neurosis de sus coleccionismos y taxidermias, masocas de un culto a su ama sin aparente látigo, engullendo entre siesta y siesta los sabrosos caldos y gelatinas con que la Gran Patrona les demuestra su amor, o quizás con algún roce de su falda sabiamente perpetrado; esos ingenieros y poceros del péndulo y la varita de avellano, que tratan de soportar su horror al Bosque agarrándose a alguna piedra que llevan en el bolsillo, como el que se agarra a un clavo ardiendo… Los filos de la piedra, tan firmes, les infunden cierta seguridad frente a las espesuras ominosas y siempre amenazantes. Y así sucesivamente. Pero ¿qué se esconde tras todo esto?
De pronto caímos en la cuenta. Como gustosos partidarios y practicantes del dibujo de humor, disfrutamos mucho, especialmente con aquel negrísimo y tremendo de un tal Roland Topor, reconocido maestro internacional del llamado por entonces humor pánico, creador de este movimiento en 1962, junto con Jodorowsky, Copi, Sternberg y el propio Fernando Arrabal, con su Teatro Pánico, máxima expresión de confusión, euforia, horror y rechazo al orden establecido. Pues bien, estos personajes “obesianos” parecen calcados –no digo que lo sean– de aquellos inolvidables de Topor. De aquí que hablemos de la novela de Jon Obeso como una, quizás primera y espléndida, novela pánico.
Existe, además, otra razón. Recordemos que la palabra “pánico” viene del dios griego Pan, quien acostumbraba a espiar a las ninfas selváticas, mostrándose de improviso y llenándolas de un terror cerval, de “pánico”, dándoles caza a continuación, sin ser más explícitos en todo lo que sigue, como le pasó a una tal Siringe, la de la flauta ¿mágica?
Del mismo modo ocurre, por extensión del término, con el miedo que todos experimentamos –sobre todo por las noches oscuras en que aúlla el viento y en que trasgos, brujas, licántropos y toda suerte de genios maléficos parecen andar sueltos– por los tenebrosos bosques: el miedo pánico. Ciertamente, bosques, porque y, sobre todo, lo ha dicho Jon Obeso, presentándolos como epítome siniestro y sobrecogedor de su particular, húmedo y “agrumante” universo de pensiones carcelarias, blancos cielos sin nubes que dejan caer lluvias infinitas y Patronas gordas, tarantulescas y chupa vidas. Es decir, que la palabra le cuadra.

Oscuro humor
No obstante a todo lo dicho, tan desalentador para algunos, quizás, se trata de todo lo contrario, y ello gracias al humor, que todo lo trastoca para bien, como pasaba con los más esperpénticos dibujos de Topor, seguido de lejos en España por algunos, que recordamos: como Cesc, El Roto, Chumy Chúmez y, más próximo en el tiempo, Ajubal, a quien no le falta chispa. Podemos imaginarnos, por ejemplo, lo que hubiera hecho el parisino Topor (1938- 1997), hijo de judíos polacos, en su revista Hara-Kiry, con su visión del gran salón colectivo o refectorio de la Pensión, repleto de silenciosos comensales que se miran con odio de reojo, todos con su triple papada ante el colmado plato de substanciosos sopicaldos y gelatinas, con que la Gran Patrona les mima y les obsequia, mientras discurre entre las mesas trazando hiperbólicas trayectorias de carnoso asteroide en ruta, bamboleante, majestuosa, terrible, sin atracar jamás ante ninguna de ellas. ¡Qué tristísima y absurda situación la suya y, al mismo tiempo, qué cómica!
Como haría Topor, el oscuro humor de esta novela de Obeso nos cosquillea por dentro, nos aproxima una sonrisa tan compasiva como espantada. Topor hacía muy bien estas cosas… Su secreto estaba en disfrazar lo más chocante, repelente, deprimente, de naturalidad. Una gaviota hambrienta confundía, por ejemplo, la variz de la pierna de una vieja con un gusano y tiraba con el pico de ella… con naturalidad. O el suicida ahorcado que se corta a sí mismo la lengua con una tijera.
Es el misterio, es el milagro paradójico e inexpresable del humor, aún del más negro. Por el libro de Obeso corre una brisa deliciosa de enlutado humor y es todo un profundo placer para el espíritu sumergirse en la caótica pesadilla tragicómica de su novela, toda una novela pánico. O, quizás, pánica.
Por otra parte, el lenguaje narrativo de Obeso, de concisión elemental y, por tanto, clásica, se convierte al mismo tiempo en protagonista del propio rumor de la narrativa, descompuesta e irreverente, de este joven escritor vasco. irreverente, de este joven escritor vasco.

Una compleja y polisémica novela

 
Diario de León.
(Nicolás Miñambres)


La ya larga y variada carrera de Jon Obeso, a pesar de su juventud (nacido en San Sebastián, 1970, ha cultivado la prosa y la poesía, sin descuidar el análisis y estudio de diversos géneros)  explica la compleja y cuidada elaboración de Las edades del agua. Se trata de una novela al margen de lo convencional, de la que el lector no tiene referencia consistente alguna, salvo el comienzo de la obra, un fragmento reproducido de forma poco ortodoxa en la contraportada.
 En dicho fragmento se anticipan detalles que no deben crear falsas esperanzas en el lector, propenso tal vez a pensar que se halla ante una novela costumbrista, con un hospedaje convencional como escenario. Nada de ello ocurre en estas páginas. La Patrona de la Pensión es mucho más que esta primera semblanza. Convertida en “ojo que todo lo ve”, los alojados en el recinto respetan y admiran a esta mujer que, en su poder omnímodo, crea una extraña fascinación de afecto en todos ellos; con un extraño objetivo: “lograr la requerida deformación de nuestros cuerpos” (p.121). Dueña de extraños poderes herbolarios, la Patrona arrastra sin embargo una extraña condición genética, agravada por la muerte de su hermanada. Paralela a la condición peculiar de la Patrona surge la Pensión, un espacio visto desde una perspectiva prosopopéyica, en el que el agua tiene una importancia esencial: “El agua juega un papel determinante en la vida de la pensión. Todo el conjunto se estremece a un tiempo en estos meses torrenciales. Como un enorme cetáceo, que emergiera para colmar sus agotados pulmones, la pensión se abre de par en par para recibir cada partícula de agua” (p.18). Es ese cetáceo que tiene una extraña influencia en sus moradores: “Este cetáceo impaciente por cobrarse lo que la profundidad le resta, respira y crece al tiempo que envenena a todos aquellos que habitamos su vientre” (p.19).No hay apenas contacto con el mundo exterior, salvo la llegada de la correspondencia, que la Patrona reparte a fin de mes, y la aparición fugaz, pero diaria, de El Afuera, personaje irreal, etéreo, diverso cada día: “La presencia de El Afuera es  una constante que adopta a veces la forma de una amenaza” (p.60).
 Complementario de esta visión del espacio y sus moradores es la visión de El Cuaderno, título del capítulo segundo. El cuaderno, originariamente sólo “un libro contable”, acaba transformado “en lo que ahora es, un Cuaderno de bitácora, la memoria de todos los inquilinos que poblamos la casa” (p.66).  De entre esos inquilinos, de los que el narrador en primera persona deja constancia, sobresalen de forma especial el taxidermista y el Maestro Baucis, cazador consumado y enlace con el mundo exterior a la Pensión. Él es el que surte de bayas silvestres y maderas al narrador halladas en el Bosque, segundo espacio esencial en la obra. Frente a la interioridad de la Pensión, el Bosque es el espacio externo, que hay que cuidar con mimo. De ahí que “cuando el Bosque enferma -advierte el narrador- todos acudimos” (p.40). Este es el momento en que se inicia la Quema, actividad que da una extraña felicidad a los residentes, curándoles de todas sus enfermedades, situación que la Patrona no admite: “Cuando no caemos enfermos, todo en la Patrona se eclipsa, con esa luz pálida de los trabajos incompletos (...) En medio de esta certidumbre, el desconsuelo de quien tanto ama nos paraliza” (p.159). Es también el momento en el que  aparece el Ingeniero, personaje extraño en la pensión, que no está sometido a sus  reglas de convivencia. Es un ser distante, símbolo de la técnica y la ciencia: “Por ello puede afirmarse que el Ingeniero nunca fue engendrado en esta casa” (p.49). Con todo, sirve de enlace coyuntural entre la Pensión y ese Bosque al que hay que salvar. Más lejano se encuentra el tercer espacio de la novela, el Páramo, de gran simbolismo de lo que fue vida y no es sino muerte. Es un espacio desolado, de límites imprecisos (“no hay referencia visual de los límites del Páramo”), que avanza imparable. Un territorio que a muchos lectores hará pensar en la trilogía narrativa de Luis Mateo Díez.
 Todo este mundo alucinante, desolado, misterioso, tiene un final: la vuelta a la Pensión, finalizada la campaña arbórea. Llevada a cabo por el Ingeniero y por el Maestro Baucis, sólo retorna este último. Lo hace triunfador, provocando extraños temores en la Patrona, preocupada de no poder mantener la armonía proverbial e indiscutible de su casa. Sólo un temor tienen los residentes: que el Maestro Baucis sienta “nostalgia  de los trabajos realizados en el bosque”. Si ocurre, le ofrecerán el remedio que todos siguen: “abrir de par en par las puertas de los armarios para atender y vigilar esa vegetación primaria que en el fondo en la sombra crece” (p.168). Termina así una novela plena de simbolismo y sentido alegórico (como se observa de forma especial en el capítulo IV, “Tratado del oído interno”) con un peculiar tratamiento de la soledad del ser humano, tan inerme que es capaz de disfrutar de las exigencias irracionales que el poder impone y de las que sólo la naturaleza puede liberarle.